Progreso histórico y relativismo en el joven Herder

Pablo Melogno

Resumen


Resumen

El presente artículo propone una revisión crítica de algunas de las tesis expuestas por Gottfried Herder en su obra de 1774 Otra Filosofía de la Historia para la Educación de la Humanidad. La exposición toma como base la reconstrucción herderiana de la historia universal, y la función asignada a cada uno de los pueblos que la componen. En este marco, se propone una discusión acerca del conflicto teórico dado por la negación herderiana de los ideales de progreso desarrollados por la filosofía ilustrada, y su propia afirmación de la existencia de un progreso histórico de orden teológico. 

 

Introducción

En 1774 Herder publica Otra Filosofía de la Historia para la Educación de la Humanidad, obra que presenta algunas de las facetas más representativas del Romanticismo y algunas de las más mordaces críticas a la Ilustración que conoció el siglo XVIII. La filosofía de la historia herderiana se posiciona como una rehabilitación de la verdad bíblica frente al escepticismo religioso y de los valores medievales frente al iluminismo ilustrado. (Herder, 1774: 275)

Herder toma como punto de partida el hecho de que no obstante las diferencias culturales, geográficas y de otra índole, todos los miembros de la especie humana tienen un origen común, y que el desarrollo de las complejas civilizaciones a partir de los rudimentarios comienzos de la humanidad sólo puede explicarse mediante la idea de un plan divino. Pero éste no puede ser conocido íntegramente por el hombre, ya que el designio que Dios a impuesto a la historia trasciende la capacidad del entendimiento humano. Por esto, toda filosofía de la historia es necesariamente parcial y fragmentaria, en tanto reconstrucción de los fragmentos del libreto divino que resultan accesibles a la mente humana. (Herder, 1774: 343-345, 366)

Para articular el devenir de la historia humana, Herder recurre a un expediente conocido (véase Meinecke, 1936: 336): el símil entre la evolución de la humanidad y la vida individual, evolución dada por la necesidad vital de los pueblos de transformarse en función de sus propios impulsos y necesidades internas.

 

I. El despotismo oriental: formación histórica o unidad transhistórica

La infancia de la humanidad se corresponde con la época patriarcal de la tradición bíblica, un período dotado de toda la sencillez y la ingenuidad de los primeros años de la vida. Las convicciones se forjan en base a la influencia externa, el prejuicio y el respeto a la autoridad, ya que la razón no ha alcanzado un nivel de desarrollo suficiente para tomar un papel activo. El orden doméstico se sostiene en los lazos familiares, y la imagen del patriarca como líder de la gran familia humana garantiza el orden social. La adhesión a la figura patriarcal está dada por el sentido del respeto a la autoridad y al amor que genera la presencia paterna. (Herder, 1774: 279)

La vida aparece despejada de todo análisis y toda experiencia de elaboración intelectual, centrada en la familia y la convivencia con la naturaleza. La simplicidad del mundo patriarcal constituye la clave de la felicidad y el orden que lo caracterizan; la época patriarcal presenta una constelación de valores que resultan absurdos a ojos del racionalismo ilustrado, y que sólo pueden comprenderse a través de un acercamiento adecuado a su sentir. “Lo que llamas despotismo, en su germen más tierno era sólo autoridad paterna para regir la familia y la tienda. Mira cuántas cosas hizo de las que tú ahora, con toda tu fría filosofía del siglo, tendrías que prescindir.” (Herder, 1774: 279) Este pasaje aparece directamente dirigido a pensadores como Voltaire (1765) y Montesquieu (1748), que desconociendo la especificidad histórica de la época patriarcal, la presentaban como un período de brutalidad irracional, manifestación de las más bajas inclinaciones de la naturaleza humana.

Es así que la irreductibilidad histórica de las formaciones culturales y la imposibilidad de estipular criterios universales de valor transcultural, perfilan un relativismo cultural de suma originalidad en el pensamiento moderno, relativismo que el propio Herder cancelará en su obra de madurez Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad (1784), al asumir la tesis de un progreso continuo de la humanidad (Forster, 2001).

Pero en Otra filosofía, el historicismo intrínseco de las formaciones culturales aparece problemáticamente compaginado con la afirmación de una identidad cultural característica de cada pueblo, que le imprime por el resto de la historia los rasgos constitutivos de la etapa en la cual fue protagonista. De aquí que los valores fundamentales del modo de vida patriarcal pasan a ser los valores constitutivos del espíritu oriental: “...todo ello ha servido de instrumento, claro está, al posterior despotismo de los conquistadores, hasta el punto de que el despotismo será tal vez eterno en Oriente...” (Herder, 1774: 280)

Herder asigna una identidad nacional invariante a los pueblos de Oriente, y desde el momento en que ésta se asimila a una etapa del crecimiento humano, los pueblos orientales quedan condenados a permanecer en la infancia de la humanidad hasta el fin de los tiempos. Ello sólo es posible asumiendo que existe un espíritu oriental, del que la época patriarcal es expresión histórica. El punto problemático es si la historicidad de las formaciones culturales no queda debilitada por la aceptación de modos de ser nacionales que ofician como invariantes históricas. Si los pueblos orientales están destinados a permanecer en la infancia de la humanidad, y otros pueblos como Grecia y Roma representan etapas más elaboradas de la Historia, no se ve por qué no pueda afirmarse que efectivamente Grecia y Roma son civilizaciones superiores a Oriente.

Por otra parte, la imposibilidad de juzgar a las civilizaciones del pasado de acuerdo a parámetros del presente supone que las civilizaciones son ante todo productos del devenir histórico. Pero si lo que subyace al devenir histórico es el modo de ser propio de cada pueblo en cuanto espíritu, la historia misma queda reducida a un producto circunstancial de las invariantes conformadas por las identidades culturales, de modo que el sustrato de las formaciones culturales no estaría dado por las variaciones históricas sino por las invariantes identitarias. Da la impresión de que o la afirmación de un espíritu de los pueblos en tanto invariante histórica debilita el relativismo, o el relativismo histórico no permite una reivindicación absoluta del espíritu de las naciones, a menos que se lo considere como un producto estrictamente histórico. 

Si el espíritu de un pueblo es resultado del devenir histórico, nada impide que el curso de la historia opere modificaciones en los modos de ser de una cultura, mientras que si el devenir histórico es producto del espíritu, el historicismo está puesto en riesgo, en cuanto no se compagina con la noción de un despotismo oriental eterno. Estos aspectos no dejan de ser problemáticos para una filosofía que pretende encontrar en el devenir de la historia el fundamento para la imposibilidad de los juicios transhistóricos.     

 

II. Egipto y el problema del progreso

El cuadro prosigue ubicando a Egipto en la adolescencia de la humanidad, con la dedicación al trabajo y el respeto a la ley abstracta como rasgos característicos del nuevo espíritu. “La vida nómada dejó de existir: aparecieron las asentamientos fijos y la propiedad del suelo. Hubo que medir la tierra, determinar la parte correspondiente a cada uno, proteger las posesiones individuales... Apareció la seguridad del país, la atención judicial, el orden, la administración, todo lo cual no había sido nunca posible en la vida nómada del Oriente... Las inclinaciones que antes habían sido paternales, infantiles, propias del pastor y del patriarca, se hicieron ahora propias de la sociedad, del pueblo, de la ciudad.” (Herder, 1774: 283)

El tránsito de lo patriarcal a lo egipcio está fuertemente atravesado por necesidades y procesos materiales: la medición de la tierra, la vida sedentaria, el desarrollo jurídico. El sentido del devenir histórico parece insinuar una influencia mutua entre las condiciones materiales y las configuraciones espirituales. La constitución histórica del modo de ser egipcio remite a una proyección social de los valores y modos de vida característicos de la época patriarcal. La administración del hogar se transforma en la administración del país, y el mandato patriarcal se transforma en la ley abstracta, forjándose el sentido de obediencia a la legislación. De este modo se desarrolla el sentido de laboriosidad, una vez que la agricultura y el trabajo artesanal se sitúan en el centro de la vida productiva.

Ahora bien, ¿este pasaje del modo de vida patriarcal al egipcio implica progreso? Herder denuncia que la idea ilustrada de progreso presupone la superioridad de la época actual, e insiste a en que se debe reconocer la especificidad histórica del pasado y no juzgarlo desde el presente. Pero si la especificidad histórica del pasado es irreductible, es decir que no puede ser reducida a ningún criterio de evaluación posible, entonces la noción misma de progreso quedaría cancelada, tanto como la de crecimiento, desarrollo, o cualquier noción transhistórica asociada. Por el contrario, si puede detectarse algún tipo de progreso lo suficientemente palmario como para adscribir el desarrollo de la historia al símil con las etapas de la vida, hay algún criterio de evaluación posible, que le permite a Herder afirmar que existe progreso de Oriente a Egipto. (Herder, 1774: 284-285)

Puede pensarse que el sentido último del progreso está dado por el plan de Dios: una vez que el plan es indiscernible para la naturaleza humana, no es posible introducir una noción fuerte de progreso, que llevaría a pensar que nuestra época es la culminación de dicha noción, o que permite vislumbrar las condiciones para su realización, al modo en que lo hace Kant (1784) en “Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?”. Por el contrario, sólo es posible inferir una noción débil de progreso en base a los indicios del plan divino que son accesibles a la razón humana. Pero si los designios últimos del plan divino son tan poco accesibles, no es mucho lo que pueda llegar a decirse sobre el progreso. Sin embargo, Herder sostiene con vehemencia que Grecia significa un progreso respecto a Egipto y Roma respecto a Grecia.

Si Herder está manejando una noción fuerte de progreso, de acuerdo a la cual existen parámetros para establecer con certeza que ha habido progreso de una época a otra, entonces el plan de Dios puede discernirse con cierta amplitud, y el relativismo histórico queda cancelado. Pero desde el momento en que Herder asume que el plan de Dios no puede ser conocido con certeza, es necesario asumir una noción débil de progreso, de acuerdo a la cual el símil con la vida individual sea una aproximación a un progreso que solo es cognoscible para el intelecto divino. La especificidad de las épocas pasadas y el relativismo histórico asociado no dejan de ser asunciones problemáticas para la propia estructura interna de la filosofía de Herder, por más que a primera vista aparezcan como rasgos definitorios de su concepción. A este respecto, Meinecke señala que “Sin la fe en una dirección divina de la historia, no le hubiese podido preservar de un perplejo relativismo ni su idea de desarrollo.” (Meinecke, 1936: 340)

Pero Herder oscila de modo problemático entre el rechazo a las ideas ilustradas sobre el progreso y afirmaciones claramente afines al pensamiento ilustrado. Refiriéndose a los fenicios dice: “Egipcios y fenicios... configurarían la posterior Grecia y, a través de ésta el mundo subsiguiente. Así, pues, ambos fueron instrumentos del progreso en manos del destino...” (Herder, 1774: 289)

La afirmación de que los pueblos son instrumentos para la consecución de un progreso extrínseco, se da de bruces con un postulado fundamental de la filosofía de Herder, según el cual todo valor de verdad, de civilización, o de progreso, es intrínseco a la especificidad histórica de cada cultura, por lo que sólo se puede juzgar si una cultura ha progresado o no de acuerdo a los códigos propios de su momento histórico. Así, Herder formula su tesis de un modo que la emparenta más de lo deseado con la concepción kantiana de la historia: “Sorprende pues, que sólo las últimas generaciones sean las que tengan la felicidad de habitar la mansión que una larga serie de antepasados habían preparado, sin participar de la dicha que elaboran.” (Kant, 1784: 20-21)

Es plausible que ciertos elementos conceptuales predominantes en el clima intelectual del siglo XVIII, mayoritariamente de origen ilustrado, influyeron en la filosofía de Herder más de lo que hubiera querido, marcando los límites de su crítica al siglo y oficiando como una especie de recordatorio de que Herder es a fin de cuentas un hombre de su tiempo, y que su rechazo a la filosofía ilustrada sólo podía llegar hasta donde el propio horizonte intelectual de su época lo permitía.

 

III. Grecia: juventud de la humanidad

La Grecia clásica representa la juventud de la humanidad. Grecia no es la civilización superior por excelencia; pero está destinada a influir en Europa, y a realizar un aporte sustantivo en la Historia del Mundo, que en última instancia se reduce a la historia de Europa. En la filosofía de Herder, el papel de Europa en la historia de la humanidad no es menos central que el que le asignaba el mismo Kant (1784), o el que la dará Comte en el siglo XIX. “Incluso cuando Grecia iba a influir sobre Europa por segunda vez no pudo hacerlo directamente: Arabia se convirtió en el canal atascado; Arabia fue la intriga secundaria en la historia de la cultura europea... La planta de los tiempos antiguos simplemente sería desecada y prensada en Europa. Pero de ahí se extendería a todos los pueblos de la tierra.” (Herder, 1774: 346-347)

Grecia representa la plenitud juvenil de la historia. El espíritu griego aparece como fuente de vitalidad y florecimiento juvenil, a través del cual las enseñanzas disciplinadas de las edades anteriores se traducen en pasión por el cultivo del arte y el deporte olímpico, así como en desarrollo creativo de la actividad intelectual. El griego desprecia la vida laboriosa del egipcio y considera tosco su arte. El arte griego es la irrupción en la historia del sentimiento estético puro, del goce de lo bello por sí mismo, despejado del sentido sagrado del arte egipcio. El espíritu griego es en muchos aspectos la negación de sus predecesores, no obstante Grecia sólo fue posible gracias a las culturas que la antecedieron. “¿No era necesario que el despotismo paternal de Oriente fuera destronado por la agricultura gremial egipcia y por la semiaristocracia fenicia antes de que pudiera surgir la bella idea de una república en sentido griego...” (Herder, 1774: 290). Si Grecia sólo fue posible gracias a Egipto, el problema del progreso vuelve al primer plano. Si Egipto es un peldaño previo para posibilitar el advenimiento de Grecia, el fantasma kantiano de las generaciones que durante toda la historia contribuyen a un fin que nunca verán vuelve a cernirse sobre Herder.

Pero el protagonismo de Grecia en la historia de la humanidad es tan efímero como duradera su influencia. El carácter intenso y volátil del espíritu griego genera su disolución y su muerte, que Herder identifica con el triunfo de Alejando Magno en el siglo IV a.C. Sin embargo, las razones últimas de la decadencia griega aparecen asociadas a la volatilidad religiosa del espíritu griego. “La religión oriental fue despojada de su velo sagrado. Naturalmente, una vez llevado todo al teatro, al mercado, a la pista de baile, pronto se convirtió en ‘fábula bellamente desarrollada... la sabiduría oriental, privada del velo de sus misterios, se convirtió en ligera charlatanería, en teoría y disputa de las escuelas y mercados griegos.” (Herder, 1774: 291)

El tránsito de la época griega a la romana remite un movimiento del espíritu, a una debilidad intrínseca del modo de ser griego, que por sus inclinaciones artísticas termina despejando a lo religioso de su ornamento sagrado. La rigidez egipcia inhibía la creatividad y la libertad, pero aseguraba el perdurar en el tiempo; a la inversa, la libertad griega socavó el sentido de lo sagrado hasta despojarlo de la cohesión social que había gozado en épocas anteriores, sentando así las bases de su propia destrucción. Culminada la juventud griega, la historia humana hace su centro en Roma para dar paso a la adultez. Pero este pasaje no significa en lo más mínimo la extinción de los ideales griegos, sino todo lo contrario. 

 

IV. Roma: la universalización del espíritu helénico

“Lo que entre los griegos había sido juego, experiencia juvenil, se transformó entre los romanos en organización seria y firme... los modelos griegos encerrados en un pequeño escenario, en un istmo, en una pequeña república, se convirtieron en actos admirados por todo el mundo.” (Herder, 1774: 294) Roma será la encargada de imponer en el mundo la cultura griega, pero ello sólo será posible gracias al temple romano, menos voluptuoso que el griego, y mejor dotado del sentido estratégico que requiere la expansión militar.

De la ambición colonialista de Roma resultó la unión de pueblos y regiones que permanecían aislados, y que dejaron de ser unidades nacionales para convertirse en partes del imperio. Roma les impuso sus leyes y su cultura, y el imperio se amplió hasta no soportar su propio peso. Roma cayó y las provincias romanas volvieron a ser naciones, pero el mundo era otro. Todas las naciones se construyeron a partir de la ruina de Roma, y si el mundo occidental posee una unidad cultural e histórica que permite denominarlo como tal, es gracias al origen común de todas los pueblos que lo conforman, origen que remite inevitablemente al imperio romano. (Herder, 1774: 294)

Conciente del riesgo de reducir el papel de Roma al de un medio para que la cultura griega ingresase a Europa, Herder reintroduce el relativismo histórico: “Hasta cierto punto, toda perfección humana es, pues, de una nación, de un siglo, y, considerada con la mayor exactitud, de un individuo. No se desarrolla más que aquello a lo que la época, el clima, la necesidad, el mundo, el destino, dan lugar...” (Herder, 1774: 298). La naturaleza humana es altamente permeable a la influencia de la cultura, desde el momento en que no está predestinada a ningún tipo de desarrollo preconcebido, siendo la especificidad del contexto histórico la que encausa el desarrollo de ciertas facultades humanas y la inhibición de otras. Queda así desacreditado el interés ilustrado en determinar cuál ha sido el pueblo más feliz de la historia; queda invalidado como premisa metodológica de la investigación histórica, y es cuestionado como fundamento de la utopía histórica que pretende localizar en el futuro remoto un estado de felicidad absoluta de los pueblos. (Herder, 1774: 301)

Cada pueblo ha sido feliz a la manera y dentro de los límites en que su época lo permitió; cada pueblo ha sido civilizado en la exacta manera en que la idea de civilización arraigó y se desarrolló en cada época histórica. Esta exaltación de los singular hace que la tradición y el prejuicio oficien como factores determinantes en la construcción de las identidades nacionales. Si cada pueblo puede y debe ser feliz en el marco de sus propios valores, la defensa de las tradiciones y los prejuicios culturales se vuelve crucial en la preservación de los valores populares, incluso frente a las influencias extranjeras. Los prejuicios mantienen al espíritu del pueblo en su centro, ajeno a la confusión propia de una cultura que reniega de sus propios valores para imitar formas foráneas. Herder no oculta su desprecio al espíritu cosmopolita de la Ilustración, entendiendo la apertura al mundo y a formas culturales ajenas como un síntoma de decadencia del espíritu, de agotamiento de los lazos que unen a los hombres con la tierra en que nacieron,. (Herder, 1774: 302)

En este punto, persisten en el sistema dos afirmaciones difíciles de conciliar: 1. No es posible juzgar a las épocas pasadas con criterios de la época actual. 2. Es posible trazar una línea de progreso a lo largo de la historia. Herder sólo puede defender ambas si pone en juego una noción de progreso que preserve el relativismo cultural. Pero al especificar esta posibilidad, desemboca en una serie de afirmaciones que ponen a su sistema bajo el riesgo del escepticismo histórico. “El egipcio no podía existir sin el oriental; el griego edificó sobre aquel; el romano se levantó sobre las espaldas del mundo entero: hay un verdadero avance, un desarrollo progresivo, aunque ningún individuo haya ganado nada con él. El desarrollo progresa hacia lo grande; se convierte en aquello de lo que la historia superficial tanto se envanece y de lo que muestra tan poca cosa, teatro de una intención rectora sobre la tierra, aunque no veamos su propósito final...” (Herder, 1774: 304)

El sentido del progreso humano está dado por la voluntad de Dios, lo que de por sí es garantía de su consecución. La historia de la humanidad es el desarrollo del plan concebido por la mente divina en el origen de los tiempos, lo que le otorga racionalidad y sentido. Pero esta racionalidad sólo puede ser conocida de modo fragmentario, por lo que la historia posee una dirección hacia el progreso, pero no es potestad humana acceder al sustrato último de dicho progreso. Esta caracterización se sostiene en la asimetría existente entre la limitada pequeñez de la naturaleza humana y la ilimitada grandeza de la naturaleza divina. “La limitación del punto en que me muevo, el ofuscamiento de mi mirada, el fracaso de mis propósitos, el enigma de mis inclinaciones y deseos, el fallo de mis fuerzas, que sólo están destinadas a un día, a un año, a una nación, a un siglo: son estos aspectos los que me confirman que yo no soy nada, que el conjunto lo es todo...Tendría que ser mezquinamente pequeño ese conjunto si yo, una mosca, pudiera dominarlo con las vista...” (Herder, 1774: 365-366)

Esta concepción antropológica presenta consecuencias serias en la posibilidad misma del conocimiento histórico. Si el intelecto humano es impotente para conocer el sentido de la creación, no queda más que la fe para respaldar la confianza en la posibilidad del progreso. La intelección del curso de la historia parece quedar limitada al rastreo parcial de las consecuencias del plan de Dios, manteniendo la idea de progreso más como un postulado desprendido del carácter divino de la historia que como un resultado del conocimiento histórico. En suma, la obra de Herder parece involucrar dos formas de escepticismo. La primera, explícitamente rechazada, consiste en negar o en poner en duda la posibilidad de progreso en la historia. La segunda consiste en afirmar que existe progreso pero que su estructura y sus fines últimos son inaccesibles a la inteligencia humana. Si bien Herder no expone explícitamente esta segunda forma, sus conclusiones sobre la cuestión -como se verá más adelante-  no dejan de ser problemáticas.

 

V. Espíritu nórdico y virtud cristiana

La plenitud de Roma se universalizó, pero degeneró en lujuria y exceso, hasta perder la vitalidad de los primeros días. “Las bellas leyes y los conocimientos romanos eran incapaces de sustituir unas fuerzas que habían desaparecido, de reponer unos nervios que no sentían el espíritu vital, de estimular resortes que estaban abatidos;” (Herder, 1774: 306) Cuando una época está llegando a su fin y no se presagia el advenimiento de lo nuevo, la humanidad necesita una inyección de fuerza vital, un camino elegido por la Providencia para renovar energías: ese es el significado histórico de las invasiones germanas al Imperio Romano.

Los pueblos nórdicos son hijos del frío, su espíritu se ha forjado en un clima árido y poco propicio para la vida. Esto da como resultado hombres fuertes, acostumbrados luchar contra la adversidad. Cuando las tribus germanas entraron en contacto con Roma, la bravura y virilidad nórdicas oficiaron como el contrapeso justo del tedio romano. Herder adscribe al espíritu nórdico la organización feudal que da forma política al mundo luego de la caída de Roma. Destaca que el feudalismo terminó con la dispersión de las provincias romanas, sentando las bases de las nacionalidades europeas. El feudalismo es unificación nacional y reencuentro del hombre con sus aspectos más viscerales; reestablece el equilibrio entre el hombre y la tierra, en un mundo que se había vuelto demasiado grande luego de Roma. (Herder, 1774: 306)

Pero para reconstruir el sentido de la existencia humana, no basta con sustituir una capital imperial ignota y distante por el arraigo del sentimiento nacional. Es necesario también un principio de virtud, un ideal de vida que proporcione valores regulativos de la existencia; es necesario otro elemento para ingresar de lleno en la siguiente edad de la humanidad: el cristianismo.

En los últimos tiempos de Roma, la religión no escapaba a la decadencia en la que todo estaba sumido. La religión romana se agotaba en variaciones de las antiguas formas griegas, una pluralidad de cultos insignificantes que ya no poseían fuerza para responder a las necesidades espirituales de los hombres. La situación de las tribus nórdicas no era más favorable. Su religión permanecía ligada a las antiguas formas míticas, y necesitaba un impulso renovador, acorde al nuevo escenario del mundo. Es así que el designio divino dispuso que el cristianismo comenzara a pisar fuerte en la historia de la humanidad, a conformarse como factor determinante de los destinos ulteriores de Occidente. La religión cristiana es factor unificador de las naciones en la historia, y elemento que permite que todos los pueblos de Europa comiencen a hablar el mismo lenguaje moral y espiritual. (Herder, 1774: 307)

Los factores que posibilitaron el triunfo del cristianismo son fácilmente identificables. En sus orígenes, es una religión de sencillez y humildad, despojada del misterio y el pesado aparataje ritual de las religiones anteriores. Coloca en el centro de la vida religiosa el perfeccionamiento moral del hombre, por oposición a la liberalidad de los antiguos mitos. Es una religión universal, lo que la opone al carácter nacional de las religiones paganas. Esto hace que el modo de ser cristiano se convierta en un marco regulador de la vida moral trascendente a las estructuras jurídicas nacionales, cosa que imposible para las religiones nacionales de antaño. (Herder, 1774: 308)

No se trata de declarar la superioridad del cristianismo frente a las religiones de la antigüedad, sino de dar cuenta de su expansión bajo la idea de que fue la religión que mejor respondió a las necesidades de su tiempo. Cada religión es mejor o peor en función de cómo se acompase a las necesidades de la historia. Cada religión tiene su momento en la historia, y el momento del cristianismo había llegado.

La relatividad histórica de las religiones parece quedar preservada desde el momento en que Herder asume que el cristianismo sólo es superior a otras religiones en cuanto responde mejor a las necesidades de una determinada época. Sin embargo, la idea de una preparación de la humanidad para el espíritu cristiano (Herder, 1774: 309) vuelve a insinuar una noción fuerte de progreso en la que cada época funciona como un escalón preparatorio para la siguiente. Las religiones antiguas serían la mejor forma religiosa de su época, pero al mismo tiempo escalones preparatorios para el cristianismo, lo que terminaría por situarlas como medios para la consecución de un progreso religioso de carácter transhistórico.

Al dotar a la historia de una racionalidad absoluta y teológica, Herder asume que todo lo que sucede en la historia es resultado de la voluntad de Dios. Todo lo que sucede en la historia es racional, en cuanto Dios es fuente de la racionalidad histórica. Toda la historia queda legitimada como producto de la voluntad de Dios, de modo que la explicación histórica no logra separarse de la justificación histórica. Más cuando el mismo Herder señala que “... el camino de la providencia se dirige hacia su meta incluso pasando sobre millones de cadáveres.” (Herder, 1774: 358)   

Meinecke (1936: 334) apunta que la oscuridad de estos pasajes responde a una concepción poco elaborada de la naturaleza de Dios, que es colocado como base teleólogica de la historia, sin advertir la posibilidad de que el mal, el pecado, o lo que los hombres ven como tal, sean misteriosamente incluidos como parte del andamiaje que Dios pone en marcha para que la historia siga su curso. En este sentido, los millones de cadáveres parecen reclamar una fundamentación más exhaustiva.         

 

VI. La decadencia ilustrada         

Luego de la exaltación de la Edad Media, Herder debe enfrentarse a su propia época. Si para explicar las épocas anteriores había intentado inteligir al máximo el plan divino, en el caso del Renacimiento se entrega sin vacilaciones al escepticismo. “... más que el entendimiento, siempre fue un ciego azar, si se me permite expresarlo así, el que lanzó y dirigió los acontecimientos, el que influyó en esta universal transformación del mundo. O bien han sido sucesos tan grandes, tan fatales, por así decirlo, que sobrepasan todas las fuerzas y horizontes humanos, sucesos a los que normalmente los hombres se han opuesto y en los que nadie esperaba el resultado en cuanto plan premeditado; o bien han sido pequeños azares, más hallazgos que invenciones, aplicaciones de algo conocido desde hacía ya mucho, pero no observado ni aplicado antes; o bien no se trataba más que de un simple mecanismo, de un nuevo recurso, de un nuevo oficio, que cambiaban el mundo.” (Herder, 1774: 319)

Herder se opone a la interpretación ilustrada que veía en el Renacimiento un acto deliberado de la razón humana, producto de la emancipación de la oscuridad del orden medieval. Si el Renacimiento no es la madurez de la razón, debe ser otra cosa, ¿pero qué otra cosa? La respuesta de Herder gira en torno a cuatro posibilidades no necesariamente compatibles con su sistema.

El proceso histórico que dio lugar al Renacimiento puede reducirse a :

1.      Un ciego azar, una serie indeterminada de acontecimientos que provocan las transformaciones de fondo.

2.      Una serie de sucesos no azarosos, más bien ordenados, pero cuyo orden sobrepasa la capacidad del entendimiento humano.

3.      Una serie de pequeños azares que combinados dan forma al cuadro general.

4.      Un mecanismo -activado por Dios- que generó el cambio en el mundo.      

Tanto 1. como 3. pueden entenderse en dos sentidos. O se trata de un azar ontológico, en cuanto el proceso histórico fue intrínsecamente azaroso, o se trata de un azar en términos del conocimiento humano, es decir que el proceso histórico sí está dotado de un orden pero aparece como azaroso frente a las limitadas capacidades de los hombres. Bajo la primera interpretación, tanto 1. como 3. resultan incompatibles con el sistema de Herder, bajo la segunda, se superponen con 2. y 4.

Si el proceso histórico que dio origen al Renacimiento fue intrínsecamente azaroso -ya se trate de azares locales o globales-, queda excluido del plan de Dios, ya que la racionalidad divina no puede disponer que un segmento de la historia carezca de racionalidad. Pero si la historia toda es resultado del plan de Dios, no se ven razones para excluir de él a una parte de la historia, sólo porque aparezca incomprensible para el entendimiento humano. La idea de un azar en sentido ontológico se da de bruces con las lecturas que Herder propone para épocas anteriores. Queda entonces considerar que 1. y 3. son complementarias con 2. y 4. Por lo tanto, el Renacimiento aparece frente al entendimiento humano como un proceso azaroso, pero en el fondo está provisto de un orden qué sólo la mente divina puede captar.

Pero da la impresión que Herder pretende minimizar la parte inteligible del plan divino. Para Meinecke (1936: 338), cuanto más se acerca Herder a su propio tiempo, menos espacio reserva a la comprensión, y más deja librado a la oscura idea del destino de la historia. Al enfrentarse a la caída del orden medieval, Herder cede al escepticismo histórico tanto terreno como le había ganado en el análisis de épocas anteriores.

Puede conjeturarse que el interés de Herder en reivindicar la Edad Media le impide esbozar una explicación del surgimiento del mundo renacentista, en cuanto el Renacimiento sólo pudo constituirse como realidad histórica una vez que el orden medieval estaba agotado. Dar cuenta de este agotamiento supone dar cuenta de las limitaciones y fallas del mundo medieval, lo cual le quitaría fuerza a la imagen de la Edad Media que el mismo Herder quiere presentar.

Según Herder hasta el cristianismo al menos, cada edad de la historia había reportado alguna especie de progreso. Sin embargo, a partir del Renacimiento entrevé el ingreso de la humanidad en un época de decadencia, cuya expresión mayor es la Ilustración. El siglo XVIII es un siglo de vanidad y soberbia, donde los hombres han elevado la Razón por encima de cualquier cualidad humana, tomándola como medida de todo asunto. La Ilustración proclama a su época como pináculo de un progreso que habilita la condescendencia y el desprecio a toda época pasada. Para el hombre ilustrado, su estrecho arsenal de creencias y prejuicios constituye el tribunal en el que deben someterse todos los pueblos del pasado. (Herder, 1774: 323)

La exaltación filosófica de la Razón ha desnivelado el poder del razonamiento sobre los impulsos vitales más primarios, lo cual explica el tedio especulativo de la época: el siglo XVIII es un siglo que piensa más de lo que vive. El orden medieval preservaba el equilibrio de la naturaleza humana con el entorno, en cuanto daba su lugar a la razón sin cohibirla pero sin privilegiar su poderío. La Ilustración ha roto este equilibrio a favor de la razón, con las consecuencias esperables de semejante desmesura. (Herder, 1774: 325)

Sin embargo, Herder apunta que el siglo no es sin más especulativo y falto de acción, y abre así uno de los puntos más álgidos de su crítica al siglo XVIII: el colonialismo europeo. Si las naciones europeas son las más civilizadas de cuántas hayan existido en la historia, se desprende que Europa tiene el derecho, y hasta la obligación, de llevar a los pueblos salvajes e inferiores la auténtica cultura de la humanidad.

“¡Casi el mundo entero resplandece con la claridad de Voltaire! ¡Y cómo parece seguir siempre adelante este proceso! ¡A dónde no llegan ya y llegarán las colonias europeas! En todas partes los salvajes irán madurando -y tanto más cuanto más se aficionen a nuestro aguardiente y nuestra opulencia- para convertirse a nuestra civilización. Todos los hombres se aproximan a nuestra cultura, especialmente a través del aguardiente y la opulencia; en todas partes serán todos, con la ayuda de Dios, como nosotros, buenos, fuertes, felices. Comercio y papado, ¡cuánto habéis contribuido ya a esta gran tarea! Españoles, jesuitas y holandeses, naciones filantrópicas, desinteresadas, nobles y virtuosas, ¿qué no tiene que agradecernos ya en todos los continentes la cultura de la humanidad?” (Herder, 1774: 332)        

El relativismo cultural adquiere una formulación más definida, bajo la oposición a que una cultura imponga a otra un modelo de civilización entendido como válido universalmente. Herder puede admitir que Egipto haya sido instrumento para un progreso transhistórico, pero no acepta que las colonias europeas sean instrumentos para alcanzar el ideal de progreso de la Ilustración.

 

VII. El plan de Dios y el destino del mundo

Como se ha visto a lo largo del análisis, la obra de Herder mantiene una tensión no resuelta entre la negación de la idea ilustrada de progreso y la afirmación de un progreso de orden teológico. Esto hace que permanezca un halo de misterio tendido sobre la historia, en una filosofia que sólo puede encontrar en la teodicea el equilibrio entre el escepticismo de no comprender nada y la soberbia racionalista de comprenderlo todo. En la obra de Herder  hay un compromiso escéptico en la medida en que las capacidades de acceso del entendimiento humano al conocimiento histórico se ven fuertemente moderadas, al tiempo que se cancela la posibilidad de descifrar totalmente el sentido de la historia.  No obstante, el escepticismo aún deja lugar para el progreso, un progreso en el cual, de un modo instintivo y casi profético, obtiene su lugar hasta la misma Ilustración, bajo la confianza de que si el principio de la historia es divino, también divino tiene que serlo su final. (Herder, 1774: 360)

Asimismo, la noción del progreso como resultado del plan de Dios mantiene relaciones conflictivas con la tesis de la irreductibilidad histórica de las formaciones culturales, en cuanto Herder considera a los pueblos a los que somete a análisis por momentos como fines en sí mismos y por momentos como medios para la consecución de un progreso que los trasciende.

Es difícil dejar de ver en la filosofía de Herder un pensamiento que se opone a los cambios de su época, en pro de la restauración de un orden que cada vez se aleja más en el pasado. Al mismo tiempo que su faceta conservadora le da el aire anacrónico del hombre que ha perdido el tren de su época, su inconformismo lo lleva a denunciar aspectos de la mentalidad del siglo XVIII, que pasaban desapercibidos en el debate: la relatividad de los criterios estéticos, la revalorización de Egipto, el exceso de confianza en el progreso, y los intereses económicos implicados en la expansión colonial europea. Herder criticó su época en nombre de la añoranza del pasado, pero su crítica lo proyectó hacia el futuro, en cuanto insinuó algunos tópicos de debate que sólo serán asumidos con plenitud en el siglo XIX.   

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