La educación y el arte de vivir

Daniel Barraco

Resumen


La recreación contemplativa: un puente para  el desarrollo equilibrado del conocimiento, la creatividad y la sabiduría.

Como el Quijote de Cervantes que muere en paz y dulcemente porque ha utilizado la vida para extraer lo mejor de sí mismo, así deberíamos todos, vivir y morir.     Pero el programa mental cotidiano, creado desde temprana edad en complicidad inconsciente con nuestros educadores, nos lo impide.

Cuando pequeños, debemos estudiar y esforzarnos para ser “alguien” (como si no lo fuéramos por el solo hecho de existir). Luego, trabajar, ganar dinero o “hacer cosas importantes” (mientras contradictoriamente anhelamos el reposo de las vacaciones como las prometedoras épocas de la jubilación). Y en la vejez extrañamos frustrados las instancias en las que nos gustaba soñar, aprender, amar y sentirnos útiles. La vida se nos escapa como el agua entre las manos y solamente en la fría cercanía de la muerte tenemos tiempo para las búsquedas esenciales. (¡Qué cruel e irónica paradoja ésta, la de “tener tiempo” cuando ya no lo tenemos!)

Una educación humanista sería aquella que además de brindarnos cultura, un oficio o profesión, también nos orientara hacia la comprensión y el disfrute de la vida. Un desarrollo equilibrado del conocimiento, la creatividad y la sabiduría, se convertiría así en el ideal didáctico. Y un puente, entre el programa de estudios –que estudiantes y maestros están obligados a cursar- y la singularidad luminosa que subyace en innata latencia en cada  ser humano, debería ser construido entonces. Un puente que, respetando el programa, nos faculte sin embargo para contemplar la vida con perspectiva gozosa, libre y reveladora de verdad.

La recreación contemplativa -que se esboza más adelante-, nutriéndose tanto de las raíces occidentales que han ido a la conquista del conocimiento científico, como del conocimiento de uno mismo y el cuidado de sí propuesto por los grandes filósofos de oriente que han exaltado siempre el valor de la sabiduría, podría llegar a ser un aporte en ese sentido.

Acerca del conocimiento y la sabiduría

Obviamente el aprendizaje curricular es necesario para la supervivencia y para adaptarse a la cultura social de la que formamos parte. ¿Pero no es acaso insuficiente para el encuentro de la felicidad, la paz interior o el sentido de la vida?

Desde la ignorancia de las cavernas hasta el conocimiento de la modernidad, hemos hecho un larguísimo viaje. Ahora nos correspondería organizar y sintetizar todo el conocimiento milenario para comenzar la siguiente etapa, que nos llevará del Conocimiento a la Sabiduría.

No es lo mismo “información “ que “conocimiento”, ni “conocimiento “ que “sabiduría”.El conocimiento nos enseña acerca del mundo y la sabiduría nos enseña a bien vivir. El conocimiento –aprendido no como parte de nuestra experiencia sino como información intelectual- nos programa para ser un engranaje de la maquinaria social y la sabiduría nos enseña a proteger y enriquecer a esa misma sociedad. El conocimiento nos es dado para competir mejor, ganar más dinero y consumir más y la sabiduría nos vuelve comprensivos, compasivos y cooperativos con el entorno social y natural del que formamos parte.

No estamos despreciando el conocimiento sino por el contrario reubicándolo en su justo e imprescindible lugar, a la vez que redimensionamos el valor del ser humano y de la vida misma. Considerar al estudiante un mero receptor de información, lo condena a ser comparable a la memoria de una computadora. Y si seguimos instruyendo a nuestros niños y jóvenes de una forma arbitraria, impositiva, mecánica y masificadora, es probable que terminen muy huérfanos de sensibilidad, creatividad y armonía y no sean finalmente capaces de cuidarse a sí mismos, al mundo o a la naturaleza.

Obligar a la mente a acumular, es condenarla  a la frustración, el miedo y la ansiedad. Prometerle que acumulando conocimiento se sentirá realizada, es ignorante y perverso. ¿Puede el deseo poseer algo que nunca se acaba? ¿Podría un balde lleno de agujeros llenarse alguna vez? El conocimiento debe aún democratizarse y alcanzar el mundo entero. Pero es bueno saber de antemano que siempre será posible obtener datos que mejoren o corrijan la información alcanzada. Incluso, por más peso que pueda cargar la memoria, eso no será garantía de que con ella puedan resolverse los desafíos de la vida que deben ser abordados con creatividad renovada. En cambio, la sabiduría , semejante a la liviana claridad, siempre es buena compañera para resolver los problemas a medida que se van presentando.

“Conocer” no es sinónimo de “tener conciencia”. Yo puedo conocer que el cigarrillo puede provocar cáncer o el alcohol producir una hemiplejia y sin embargo seguir fumando o alcoholizándome hasta matarme. Asimismo, como sociedad podemos conocer el daño de la guerra porque desde niños somos instruidos en una aparente “educación para la paz” y sin embargo seguir asesinándonos los unos a los otros.   (¿No tiene este tipo de educación un alcance evidentemente muy limitado?)

La sabiduría es más “ver” que “conocer” o “saber porque podemos ver”. Yo puedo “conocer” que el atardecer es hermoso porque me lo han enseñado y sin embargo haber nacido ciego. En orden de jerarquía es más importante “ver”, porque este ver, posibilita el “saber”.

Puedo haberme caído y lastimado muchas veces aun conociendo los nombres y las descripciones de los muebles con los que  tropiezo. Sin embargo, al encender la luz me doy cuenta que la causa de mis dolores no era mi desconocimiento intelectual sino que simplemente no veía porque la habitación estaba a oscuras. El desorden se hace evidente entonces y un pasado de tropiezos cobra sentido.

Es importante el conocimiento del mundo. Pero es esencial descubrir que sus dolores provienen de nuestra inhibida capacidad de ver.

La sabiduría es la facultad de “ver el final desde el comienzo”, dotando al sujeto del complemento intuitivo indispensable para abordar creativamente el conocimiento.  Si el educador se entrena a sí mismo y a sus estudiantes en el despertar y el desarrollo de este don, tal  como se entrenaban los maestros y discípulos de la Antigüedad, estará gozando de su oficio con “divina despreocupación” en la certeza de que sus educandos sabrán usar el conocimiento adquirido con la bondad y claridad necesarias para beneficio del bien común.

Bien vale la pena aspirar a la lucidez, la belleza y la paz que nos proporciona la sabiduría, pues un mundo feliz jamás será posible sin la soberanía de este principio. ¿Podrán convertirse las instituciones educativas en el espacio lógico en el que se desarrollen estas búsquedas y encuentros? Es posible. Pero sólo si se crean planes de estudio que lo promuevan y si cada asignatura es enseñada atendiendo a la originalidad de cada estudiante y como espejo que despierte y active esa misma condición virtuosa. Mientras tanto, es sano prevenir al estudiante de los riesgos de convertirse en un mero receptor de datos para que entienda la responsabilidad de su auto educación. La unidad consciente entre el “actor” y el “observador”es garantía de lucidez

Si la sabiduría es un principio contenido en el ser[1], quien la busque debe trasladar su conciencia desde el mundo de las apariencias hacia el mundo de las causas. Se trata de iniciar un viaje de regreso desde nuestro cuerpo y conducta hacia sus móviles sicológicos y desde allí hacia un “observador” misterioso que hay en nuestro interior  y que es el único que puede contemplar la realidad con perspectiva desapegada de los roles circunstanciales y de los personajes que asumimos cotidianamente en el gran teatro de la vida.

Es evidente que la modernidad -oscilando quizá y con entendidas razones hacia el extremo opuesto al de la creencia religiosa de que “somos un espíritu”- ha hecho una fantástica “cultura del cuerpo”. Y  es necesario desprenderse del prejuicio superficial de que somos meramente un cuerpo y por lo tanto exclusivamente actores. Asumimos como actores diferentes papeles y nos convertimos en padres, esposos, vendedores o políticos y cumplimos con relativo éxito dicha dramatización. Pero quizá no vengamos a la vida a ser buenos o malos actores sino fundamentalmente a aprender. Y para ello es esencial el despertar del “observador”, para que libremente, en la luz de la atención, podamos nutrirnos de la realidad y crecer como seres humanos.

El “actor” es el instrumento de expresión del “observador”, al que le otorga además, referencias físicas de su realidad esencial, por lo que es bueno que siga siendo perfeccionado a través de la educación. Pero el observador contiene en su núcleo la palpitante identidad y absoluta potencialidad del ser, por lo que también debe ser activado, cuidado y estimulado. La Educación nos ayudará así, a recuperar nuestra entera responsabilidad creativa, la que puede hacernos dueños de nosotros mismos.  La palabra “actor” viene del griego “hypocrites”[2], por lo que si deseamos vivir más allá de la hipocresía, debemos educar más al “observador como sujeto” que al “actor como objeto de la educación”.

Y para que el hombre pueda ser orientado por la sabiduría es imprescindible la conexión consciente entre la dimensión del actor y la del observador, igual que una lámpara debe conectarse a la fuente de la electricidad para que pueda ser dadora de claridad. Dicha conexión, simboliza en sí misma la oculta razón de todas las incansables búsquedas del Hombre en torno a la verdad y al encuentro consigo mismo. Representa las huellas de los grandes pensadores a través de diferentes caminos como la Filosofía, la Religión, el Yoga o la Ciencia. La recreación contemplativa pretende presentarse como síntesis de estos caminos.

“Ser-humano” entonces y desde esta perspectiva, es ser tanto y a la vez, un observador lúcido como un actor eficiente, que nos permita comprender el sentido de nuestras vivencias y sentir la sincronicidad de que “estamos en el espacio correcto, en el tiempo oportuno, con la conciencia adecuada, haciendo lo que vinimos a hacer y aprendiendo lo que vinimos a aprender a la escuela de la vida”

Muchas técnicas ha conocido la historia para estímulo de la atención, como la contemplación o la meditación. Subyace en ellas, la idea de devolverle al hombre la lucidez que pierde cuando mira la vida a través del trasfondo de su memoria. Intentan disolver a través de la comprensión, los miedos, deseos y prejuicios que inundan cotidianamente la mente, perturbándola, obnubilándola y obligándola al ejercicio de la interpretación de la verdad (o “interpretación de sombras” citando la analogía de la Caverna de Platón). De esta forma, la transparencia mental habilita nuevamente al ser para “ver” la verdad. La educación puede y debe colaborar en la conquista de esta transparencia a la que más adelante aludiremos cuando hablemos de las bondades de una mente inocente.

El mismo Platón decía que “en el cielo, aprender es ver y en la tierra, es recordar”[3].  En nuestras aulas, “percibir y recordar” podría convertirse en una misma cosa si el maestro se capacita para ver en su alumno la belleza de sus cualidades para entregárselas cual un espejo, en el transcurso de la actividad curricular. El alumno tendría a su vez, que “buscarse a sí mismo, recordarse a sí mismo y despertarse a sí mismo” mientras vive y mientras estudia. Debería estar atento a la resonancia de las palabras del maestro en su interior, para poder reconocer lo que es verdadero y tiene que ver con su ser. Esta forma de “atender”, “ver” o “escuchar”, mantiene despierto al observador y favorece la conexión interna entre el observador y el actor como también la externa entre el estudiante y su maestro, despertándose un entusiasmo que baña el aula de la más pura alegría de vivir y aprender.

La recreación contemplativa

¿Cómo producir esta “conexión” y “despertar” de la conciencia? Puesto que todos aprendemos de una forma y en un tiempo diferente, de la observación de la Naturaleza debe provenir quizás, la inspiración docente para el desarrollo natural de la lucidez.

Formamos parte de un Universo que se expande y contrae y de una Naturaleza que trabaja y descansa y que cambia de formas y funciones permanentemente. Pero observamos que ella responde, al igual que el corazón, a un ritmo o latir de cuatro tiempos, épocas o estaciones, en donde nace con fuerza la vida en la primavera, crece y se conserva el desarrollo en el verano y luego comienza una contracción de la fuerza creativa en el otoño que termina con una aparente inactividad o muerte en el invierno.  Se trata de un proceso natural que nos recuerda la niñez, juventud, adultez y ancianidad, etapas en las que básica y distintivamente jugamos, estudiamos, trabajamos y descansamos ¿Pero qué busca desarrollar en nuestra conciencia el argumento inteligente de la vida mientras el cuerpo realiza estas actividades?  Es posible que:

1)      En la infancia, la capacidad de investigar y percibir

2)      En la juventud, la de experimentar y conocer por nosotros mismos

3)      En la adultez, la de crear y compartir, y

4)      En la ancianidad y gracias a que la agenda diaria queda sin deberes y la mente puede ganar “transparencia”, la capacidad de contemplar y ser.

De acuerdo a esta perspectiva, el “arte de vivir” podría consistir en aprender a percibir, conocer, crear y compartir, descansando nuestra conducta en la originalidad virtuosa del ser.

Si se realiza una investigación adecuada, se comprenderá lo que quiero significar. Pretendo decir que detrás del inofensivo ritual del juego hay en el alma del niño una intención de investigar y aprender a percibir el mundo y que la virtud de la que está hecho su interior no podría expresarse y conocerse sin la recreación espontánea a la que él mismo se somete. La educación debería tomar esto en cuenta para favorecer ese aprendizaje y no corromper tempranamente la frágil conciencia infantil con exigencias rígidas que vayan en otra dirección. Para el niño, “jugar es algo muy serio”, es una actividad esencial  que intenta unirlo con su potencial innato. La recreación debería por tanto, formar parte de todo verdadero proyecto pedagógico, ya que sin el entusiasmo y la atención gozosa del niño no será posible educir de él su compromiso de amor para con el saber y la vida, quedando oculta a los ojos del educador la potencialidad creativa del estudiante.

Esta forma de reivindicar la recreación y la infancia es válida también para el resto de las etapas de la vida, en donde lo “consciente” debe jugar un papel más prominente y la recreación emplearse en su sentido etimológico y ontológico.  Detrás del afán enamorado y experimentador de la juventud palpita nuestra misteriosa facultad de descubrir.

La responsabilidad que asumimos cuando trabajamos para poder sobrevivir podría adquirir estatura de dignidad y felicidad cuando es una excusa para extraer don, talento y vocación para crear y compartir. El adulto no trabaja exclusivamente para comer sino –y aunque no siempre sea consciente de esto- para sentirse útil y parte de la familia humana. Siendo además una forma de expresión que debería habilitarlo para conocerse y realizarse. El trabajo, la recreación y la creatividad deberían estar asociados. Nunca un ser humano es más feliz que cuando es creativo. En el clímax del orgasmo sexual, cuando desaparece en un instante la noción de sentirnos separados y a la vez nos volvemos capaces  nada menos que de crear vida, nos queda una clave inequívoca de que la felicidad, la identidad y la creatividad están íntimamente vinculadas.

El hombre no está maduro sino cuando se brinda creativamente, disfrutando de la expresión constructiva de sus cualidades. Es decir, que somos verdaderamente hombres en cuanto somos capaces de recrearnos, de “parirnos cotidiana y sicológicamente”, de retroalimentarnos, de renovarnos a través de la expresión solidaria de nuestra esencia virtuosa la cual es y será siempre novedosa.

Y finalmente, digo que esa aparente pasividad y fútil condición del anciano de sentarse meramente a observar, no revela solamente su imposibilidad de realizar trabajo físico reservado a los más fuertes sino que oculta nuestra aptitud potencial de “contemplar” y extraer “el alma de todas las cosas”.

La ancianidad dejará de ser algún día la etapa más temida y rechazada de la vida y se convertirá en la más admirada y amada, cuando el hombre aprenda a hacer de la vida una escuela y se prepare para llegar a la ancianidad de la forma más saludable, digna y bella, de forma que se convierta en un verdadero referente y representante de la sabiduría.

Actualmente, los niños y los ancianos son las personas más vulnerables y marginadas del mundo. Porque en un mundo utilitarista en donde tiene valor solo aquello que puede convertirse en dinero o comprarse con él, cuesta entender cuál es la “utilidad de un niño o un anciano” que no tienen la fuerza para formar parte de la estructura que produce todos los actuales bienes y servicios. Pero si aprendemos a valorar la inocencia y la sabiduría como cualidades distintivas de esas edades y las integramos en nuestra conciencia de forma de poder experimentarlas, estaremos “viviendo” y comprendiendo su inmenso valor cualitativo y el significado trascendente que ello implica, devolviéndole la oportunidad a niños y ancianos de integrarse a la sociedad de una forma útil y práctica, asumiendo además la función esencial que “como espejo del ser”, cada generación está destinada a revelar al mundo.

Veremos a la pureza regresar al seno de las relaciones humanas, a los abuelos integrarse a la familia, a los ancianos salir de los institutos geriátricos para asumir puestos de responsabilidad pública en funciones de consejería, asesoramiento y supervisión y quizá también -y por qué no- la reinstalación de la figura del Consejo de Ancianos en los ámbitos gubernamentales del mundo para que puedan participar en las decisiones de largo plazo. (El incremento de la edad promedio en algunas regiones -como Uruguay y la Unión Europea-, podría ser una oportunidad para considerar estas ideas)

Pero no podrán hacerlo, mientras se confunda la vejez con la ancianidad[4] y cada uno de nosotros no dedique su vida para extraer claridad de la experiencia, de forma que con el tiempo puedan cosecharse los dulces frutos del saber.

A pesar de que estos aprendizajes son más factibles de incorporarlos sucesivamente en cada una de las etapas de la vida, no debemos olvidar que buscamos en realidad contar con sabiduría y plenitud a medida que vamos viviendo. En esta dirección, estos cuatro artes podrían sintetizarse y aplicarse simultáneamente en la forma de “recreación contemplativa”, postura que aprendí casi accidentalmente cuando perdido en mis complejidades mentales buscaba nostálgico mi perdida frescura.

Hace algún tiempo paseaba por la playa cuando vi a unos niños jugar en el agua. Eran inmensamente felices. Sus abuelos los miraban desde la orilla con ojos llenos de gozo y ternura. Me detuve y conmigo pareció detenerse el tiempo. Sentí que estaba frente a un enorme descubrimiento. Allí estaba en ese escenario tan familiar, dramatizada la síntesis  de la vida humana. Me di cuenta que el verdadero éxito consistía en ser simples, felices e inocentes como la mayoría de los niños y sin embargo comprensivos, amorosos y sabios como algunos ancianos. Y este simple reconocimiento activaba en mi conciencia esos valores. Vivía una forma de reminiscencia platónica que simultáneamente me educaba y completaba. Reconocía que en la vida coexistían permanentemente dos dimensiones que debemos reconciliar: la del actor y la del observador, la de la apariencia y la de la esencia, la de la experiencia y la de la conciencia. O al decir de Platón: la dimensión “sensible y la inteligible”. Y que ello se hace posible al abstraernos de la apariencia y despertar al observador libre, indestructible e impersonal que existe en nuestro “ser”, para que todo nuestro “hacer” se llene finalmente de sentido.

En este contexto puede entenderse una resignificación de la frase pitagórica de que “sólo el Espíritu puede ver y comprender porque el resto en nosotros es sordo y ciego”. Uno mira la vida generalmente desde el trasfondo prejuicioso de su memoria y con ello deforma la realidad y permanece al margen de su belleza. Por ello es tan importante considerar el valor y el cuidado del sujeto en nuestros ámbitos educativos para que el actual culto a la memoria se transmute en una verdadera “cultura de la claridad”. Es bueno saber que está en nosotros la capacidad de aprender a percibir con atención intensa, libre y serena, de forma de mantener nuestra conexión con la dimensionalidad de la realidad.

Desde los descubrimientos de Einstein y la física cuántica, la concepción de la realidad como meramente material, mecánica y objetiva ha dejado de ser verdadera. Y si aprender es hacerse de la realidad, cada vez más deben nuestras escuelas actualizar sus objetivos y métodos a los adelantos científicos, poniendo el énfasis en el sujeto y reorientando los estudios desde la materia a la energía y desde la apariencia en donde se manifiestan los fenómenos hacia el ser que los origina y les da vida y significado.

De aquella experiencia personal surgió una forma de vida, una actitud y una metodología que practicamos en nuestra escuela[5] y que llamamos “recreación contemplativa”, que contiene la síntesis de los cuatro artes[6] y que intenta recrear o expresar nuestra originalidad virtuosa mientras simultáneamente nos hacemos conscientes de ella. Busca comprender y unir las dimensiones del observador y el actor y con ello, trascender la fragmentación de la conciencia integrando y fusionando los opuestos y extremos de la vida : el niño y el anciano, la acción y la contemplación, la experiencia y la conciencia, el estudiante y el maestro, la expresión espontánea y gozosa de la virtud con la toma de conciencia de la misma, la idiosincrasia activa y materialista de occidente con la aparentemente pasiva y religiosa de oriente, la función racional e intuitiva de los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro, las particularidades de los principios masculino y femenino, y por qué no, la síntesis de la vida y la muerte.

Se trata de aprender a contemplar el mundo como espejo de nuestra propia realidad interior, de terminar con el dilema de Hamlet de “ser o no ser” para que nuestra obra sea finalmente semejante y resultado de la expresión natural y virtuosa de nuestro ser.

Detenida la conciencia en ese espacio de neutralidad, equilibrio, atención y responsabilidad absoluta, uno puede encontrarse a sí mismo y hacerse cargo de sí mismo. La perspectiva contemplativa abierta, ardiente y serena en pos de “significado” (que sugerían los antiguos sabios griegos)  en conjunción al cumplimiento paralelo de nuestras responsabilidades sociales (que han pregonado los pedagogos de la “educación para la emancipación” ), nos habilitaría para realizarnos como seres humanos, en virtud de que la responsabilidad y el gozo van de la mano en la recreación contemplativa, posibilitando el despertar de nuestras más íntimas capacidades: la de apreciar holísticamente, la de ser feliz sin motivo, la de aprender sin necesidad de tanto errar y la de expresar nuestro ser con maestría solidaria.

Es imposible desarrollar en profundidad en esta corta exposición estos artes y logros, por lo que sólo se realizarán algunos comentarios sobre la facultad de percibir holísticamente y los beneficios de contar con una mente inocente.

El don de apreciar

Recordemos como descubre Arturo a Lancelot y le hace un lugar en la Mesa Redonda. Lancelot había llegado a Camelot a conquistar la mujer del Rey. Como un ladrón descubierto, se avergüenza ante tamaño ofrecimiento. -“Señor, usted no me conoce”, dice en tono de culpa. A lo que Arturo replica -“¿Cómo podría yo amar a sólo una de tus partes? Yo no amo a las personas en partes sino en su totalidad. Ahora ve y descansa pues mañana nacerás a una nueva vida” Lancelot se convierte así, en el primer caballero de la Mesa Redonda. Pero no únicamente por sus elogiables aptitudes sino porque el Rey pudo apreciarlas y elevarlas, reubicándolas en una causa mayor a la del interés propio. Donde todos vieron un libertino, Arturo descubrió un Caballero.

Esta fantástica historia no sucede exclusivamente en leyendas y mitos. La vida cotidiana está llena de ejemplos en ese sentido. Todo verdadero padre o madre mira alguna vez a sus hijos de esa manera. Y por esa razón puede eventualmente comprenderlos, perdonarlos y elevarlos al nivel de la Dignidad y del Valor.

Es probable que el compromiso con lo grupal –la familia, la sociedad o la naturaleza- active la universalidad en la conciencia personal y permita a la mente leer el libro de la vida en su totalidad, comprendiendo las páginas y capítulos que generalmente nos confunden y problematizan al leerlos por separado y en forma aislada.

             Esta forma de apreciar las cosas en su totalidad y no sólo en sus partes, es el “don de apreciar holísticamente” y de cuya perspectiva podremos hallar el “hilo de Ariadna”[7] y la salida a todos los laberintos creados por una mente huérfana de claridad. (Los sicólogos americanos, Zohar y Marshall han descubierto recientemente una zona del cerebro que activándola podría dar por resultado esta facultad[8]).

Se trata de aprender a mirar como nos sugiere “El principito” de Saint Exupéry  o como los mismos genios nos enseñan. Donde todos ven caer una manzana, Newton descubre la ley de la gravedad. Donde todos ven dos rectas paralelas que no pueden unirse jamás, Einstein percibe la curvatura del espacio…

El don de apreciar es el fundamento de una nueva sociedad, en donde la belleza, el valor y el significado resucitan. Y es posible que el desarrollo vertiginoso de la buena voluntad que ha tenido el mundo a partir del final de la guerra mundial y que se manifiesta en el nacimiento de incontables ONG, fundaciones y asociaciones de ayuda humanitaria, sea una incipiente muestra y consecuencia, de esta nueva realidad planetaria.

Plenitud y libertad de una  mente inocente              Si aprendemos a “mirar” la vida adecuadamente, es más factible que podamos ser también muy felices. La felicidad es uno de los grandes misterios de la existencia. Pasamos la vida buscándola y rechazando -con cierta lógica- todas las circunstancias que puedan hacernos sufrir. Sin embargo, -tal como la entendemos- la tristeza y la felicidad no van separadas, por lo que “esa lógica” puede ser realmente muy tramposa.

Generalmente decimos que somos felices cuando se cumple alguna de nuestras expectativas. Por ello vivimos buscando los cambiantes e impermanentes objetos de nuestros deseos que se convierten en primer término, en causa aparente de nuestro efímero bienestar (efímero, pues siempre un nuevo deseo se instala en la mente estimulando su sed y disconformidad) y en segundo término, de nuestras desdichas (cuando perdemos lo que antes deseamos y obtuvimos por un tiempo).

Somos tan felices cuando conquistamos y poseemos (fama, dinero, amigos…), como tan infelices cuando perdemos lo que habíamos conquistado. O sea que es en el mismo momento en el que estiro mi brazo para poseer lo que “necesito” para ser feliz, cuando comienzo a crear, sin darme cuenta, mi infelicidad futura.

Aún no hemos sido capaces de ser “felices sin motivo”, como los niños; es decir, “porque sí…” Extrañamos sin embargo a lo largo de la vida la etapa inconsciente pero dichosa de la infancia e intentamos luego imitarla a través de lo que llamamos “diversión” y que es a mi juicio la corrupción de la recreación ya que nos permite temporalmente “evadirnos” a través de mil y una forma de entretenimiento para luego volver a la misma “cruda realidad” de las “preocupaciones”.

“Re-crear-nos” -por el contrario- es “volvernos a crear”. La recreación en su estado puro es un dinamismo renovador ligado al principio espiritual del amor, que los niños viven sin saberlo en ese “estado de gracia” conocido como “estado de inocencia”. (La responsabilidad adulta es saberlo y enseñarlo, para que el estudiante crezca en conciencia sin perder su inocencia. La recreación contemplativa nos mantiene inocentes[9], al servir de cauce a la expresión espontánea y consciente de nuestra esencia virtuosa)

Los niños no son felices porque son inconscientes sino porque son inocentes. Por lo que los adultos no debemos imitar inmaduramente la inconsciencia infantil para ser felices sino buscar ese estado mental socrático “vacío de prejuicios y preocupaciones” que nos vuelve sin embargo, verdaderamente lúcidos y aptos para aprender. (La conquista de esta aptitud debería ser el objetivo esencial de la educación ya que la facultad de descubrir y la sabiduría son inseparables de una mente inocente tal como nos enseñan los niños, los genios y los verdaderos filósofos[10]).

La “recreación inocente” es una forma del más puro asombro por vivir descubriendo y aprendiendo del mundo y de uno mismo. Todo es un permanente misterio y llama la atención a los ojos de un niño: una piedra, una hoja, una hormiga, un amigo… Todo es por lo tanto valioso y digno de ser observado y valorado. En un mundo en donde todo es valioso, la vida se convierte en un deleite. Y quizá sea esta la razón por la que la niñez demuestre ser la etapa más propicia para aprender y ser felices.

El mecanismo de calificaciones, premios y castigos, ha corrompido nuestra mente a tal punto de estar convencidos de que “somos valiosos porque sabemos” cuando en realidad lo valioso es mantener el “estado de no saber” (aún sabiendo), para estar siempre en condiciones de descubrir algo nuevo.

Este estado de no saber no es obviamente una forma de resignación frente a la ignorancia sino por el contrario, la conjunción de un corazón ardiente y de una mente humilde que sabe aprender sólo lo que le corresponde en cada instante.

El “yo solo sé que no sé nada” (“vacío socrático”, “vacío iluminado” o “inocencia”), nos hace “felices sin motivo”, liberando al bienestar de su dependencia sicológica con los objetos o las circunstancias. La “pre-ocupación” por el contrario (característica de una adultez corrompida por el temor y el prejuicio), nos desarraiga de aquel estado puro e ideal.

El desarraigo comienza cuando el educador, ignorante del mundo interior del niño, aplasta su identidad y potencial creativo, obligándolo a memorizar realidades externas que el estudiante no siente unidas a su vida y no sirven de espejo a su virtud, “adulterándolo a medida que crece”, en lugar de ayudarlo a “crecer hacia la adultez”.

Muchos educadores han hablado de esta necesidad de “desaprender lo aprendido” para estar en condiciones reales de aprender. Y es muy oportuno aclarar aquí que ninguna de las cualidades de la inocencia -como la humildad o la capacidad de asombro, por ejemplo-, puede conquistarse con ambición y esfuerzo. Esto sería “más de lo mismo”, sería orgullo disfrazado de humildad, significaría una nueva “caída” o desarraigo del “hombre-actor”, un engordar del ego, un desarrollo de la hipocresía. Es abandonando nuestras máscaras, “quitando lo que sobra” -como decía Miguel Ángel- que volveremos a contar con nuestra natural “desnudez sicológica” y haremos de nuestra conciencia una “obra maestra”. Es volviéndonos transparentes y vacíos de interpretaciones que se convierten en mecanismos prejuiciosos y reactivos (o lo que es lo mismo, de “sustancias inflamables”), como estaremos aptos (igual que una lámpara incandescente) para contener la luz de nuestro propio ser. (Es curiosa y sugestiva esta asociación entre el estado libre de gases inflamables de una lamparita cuyo destino es el de iluminar y el estado de libertad mental necesario para la lucidez).

              Sólo en este caso, en el que la mente del estudiante se preserve “libre y lúcida”, el conocimiento adquirido estará sirviendo a la independencia creativa del ser y la educación colaborando en el desarrollo de la claridad y la felicidad humana.

Conclusión

Aprender, a lo largo de la vida, es bueno e inevitable. Podemos aprender poco o mucho acerca de las muchas disciplinas y ofertas educativas, transformándonos en operarios más o menos exitosos de algún oficio o profesión.

Y también podemos –como una minoría lo ha hecho en el pasado- conocernos a nosotros mismos y aprender a bien vivir, desarrollando eventualmente la luz de la sabiduría.

La recreación contemplativa enseña ambas cosas. La recreación en su estado puro propone asumir las responsabilidades familiares y sociales desde la más tierna edad, de forma natural y placentera, haciendo que el potencial singular se exprese creativamente en la manifestación de las cualidades y talentos innatos.  A su vez, se enseña a través de la contemplación, a tomar conciencia de las fuerzas y valores existentes en toda persona, cosa o circunstancia.

Si el ser humano puede obtener felicidad y dignidad de todo lo que hace porque ha aprendido a expresar su esencia virtuosa cuando juega, estudia, trabaja o descansa, esto es un bien individual y social trascendente.  Si además se le enseña desde pequeño a amar e investigar los profundos misterios de la vida, recibirá como regalo la paz que adviene con la comprensión del sentido que todas las cosas tienen.

El papel de la educación es iluminar y liberar al hombre de la limitación, ayudándolo a  tomar conciencia de las fuerzas creativas que palpitan en su interior, para convertirlas en logros y obras en beneficio de todos.  Es bueno entonces que adquiera conocimiento en nuestras instituciones educativas. Y mejor todavía, que lo complemente con un desarrollo adecuado de creatividad y sabiduría.

¿Por qué no intentarlo?

Elementos a tener en cuenta para el desarrollo equilibrado del conocimiento, la creatividad y la sabiduría

Conocimiento

Creatividad

Sabiduría

Cultivar la memoria

Estimular la imaginación

Despertar el amor impersonal

Promover la razón/ lógica

Educir talentos/destrezas

Conocimiento de uno mismo

Estudio/ Ciencia

Arte

 




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FERMENTARIO - Departamento de Historia y Filosofí­a de la Educación. Instituto de Educación. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad de la República. Uruguay. ISSN 1688-6151

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